sábado, 8 de septiembre de 2012

Una anécdota y un cuento.


Fue hace mas de tres años, parecía un domingo cualquiera pero no lo fue. Una joven asistió a Misa como siempre en la Parroquia de su barrio y fue protagonista de un acto espantoso.

Un hombre que paso a recibir la Santa Comunión, cuando volvía caminando a su lugar,sacó de su boca la Santa Forma y la guardó dentro de una caja de cigarrillos y continuó caminando. 
Nadie lo notó, salvo esta ella  que no daba crédito a sus ojos. Tardó un segundo en reaccionar. Fue el segundo mas largo de su vida. Pues en ese momento oyó claramente dos voces en el alma. Una dijo "Hacé como si no hubieras visto nada. ¿Vas a hacer escándalo en la Iglesia?. Mientras la otra susurro firme pero suavemente "No dejes que se lo lleven, es Jesús".

En ese mismo instante, soltó el libro de oraciones que tenía entre sus manos y salió detrás de aquel malvado, que se llevaba lo que ella mas amaba. Lo alcanzó en la puerta de la Iglesia, lindando con la vereda. Lo increpó a los gritos, quienes se hallaban cerca miraron, pero no hicieron nada. 
De pronto se aproximó un Sacerdote viejo y enfermo. Aquel perverso hombre sacó de la caja de cigarrillos el Precioso Cuerpo de Nuestro Señor yel Sacerdote le pidió que lo comiera delate de ellos. Pero ella se opuso, ese hombre haría lo mismo que la primera vez, estaba segura, cuando lo dijo lo ojos se aquel malvado ardieron como dos tizones por la furia y ella supo de su maldad. 
Miró hacia atrás pues el Sacerdote permanecía unos pasos detrás de ella y este le contestó "Que comulgue y se vaya". Aquella pobre joven, lo miró con dolor y le gritó, ¡No! con todas sus fuerzas. Y cuando volvió su cabeza al sacrílego hombre, este comenzó a correr y huyo sin rastros.
En aquel acto, se le rompió el corazón, parecía que el Cielo le aplastaba el alma. No tenía consuelo. 
El Sacerdote, trato de darle razones pero ella no lo escucho. Entró a la Iglesia e inicio la oración de desagravio al Cuerpo Eucarístico de Jesús. Le pidió perdón a la Virgen por no haber podido cuidar a su Hijo. Lloró, lloró mucho. Aún lo hace cuando lo recuerda.
Caminó las quince cuadras que separaban la Parroquia de su casa, llorando sin consuelo. Su familia no entendía porque tanto dolor, aun así la consolaron humanamente. 
Por la noche llamó por teléfono a su mejor amigo, solo el sabía lo que era amar a Dios, como ella lo hacía. Él la escucho, trato de animarla y le propuso ofrecer Misas en reparación por aquel horrible acto. 
No obstante eso, luego de unos días, le dedicó el cuento que transcribo abajo. 
Cuando ella lo leyó supo que su alma y la de aquel muchacho estarían juntas en el tiempo y en la eternidad, pues el verdadero amor se funda en el amor a Dios. 



De la niñita que besó la hostia.

Cumplió sus diez años en el Colegio de Nuestra Señora de Belén.

No era la primera en su curso, ni la segunda. Estaba lejos en la lista, porque en las horas de estudio apenas miraba los libros. Su imaginación volaba por cumbres celestes, donde el sol tendía grandes sábanas de oro y de flores para que bajasen los ángeles.

Rarísima vez ganó un pequeño premio, por alguna asignatura no muy brillante, que a nadie gustaba. Eso sí, en historia sagrada fue siempre la mejor y de muy lejos comparada con sus compañeros. Sabía su catecismo al dedillo y era muy fuerte en esa pequeña gran teología de las primeras nociones religiosas.

Y también, lo cual apenas se comprendía, era sin rival en gimnasia. Daba gusto verla realizar movimientos y saltos rítmicos con vigor y belleza casi espiritual.

No era audaz, pero sí despejada y cariñosa y sonreía tan inocentemente que subyugaba los corazones. Uno se preguntaba al verla y oírla: ¿Por qué esta chiquilla tan juiciosa no adelanta en clase? ¿Qué es lo que distrae su imaginación? ¿Son cosas de la tierra? ¿Son voces del cielo?

Se llamaba… Démosle otro nombre que el suyo, para que nadie la reconozca en esta paginita. Digamos, pues, que se llamaba Fátima.

Si le hubieran preguntado cuál era el rato más feliz en sus días, habría pensado en la media hora de la misa, que con los preparativos para ocupar los escaños delante del altar y el tiempo que a ella la dejaban estar solita, alcanzaba a ser una hora, y habría contestado que ése era su rato más feliz.

Pero si le hubieran preguntado qué rezaba, qué veía con los ojos cerrados, qué soñaba o qué murmuraba con los labios apretaditos, no hubiera sabido qué contestar.

Seguramente esa hora no se mezclaba en el espantoso torbellino de las horas vacías de Dios, con que los mundanos están empeñados en llenar la eternidad.

Porque, sin que ella supiera de qué manera, su imaginación tejía una prodigiosa urdimbre de santas ocurrencias y aspiraciones, que luego su dueña era incapaz de reconstruir, como no se reconstruyen los sueños.

Un solo pensamiento sobrenadaba en el mar de su memoria, y aunque lo tenía siempre a flor de labio, jamás lo contaba a nadie, pues le parecía una irreverencia, casi un sacrilegio, y hubiera querido alejarlo de ello.

Todos los días comulgaba junto con las otras niñas de su colegio.

Muy pocas sentirían la impresión embriagadora que ella sentía con la presencia de Jesús, cuyo cuerpo real y verdadera el sacerdote depositaba sobre su lengua, rozando alguna vez sus labios cuando ella aturdidamente no abría a tiempo la boca.

En ese instante sublime experimentaba un inmenso deseo de besar la hostia. No ignoraba que más que besar a su amado Jesús, iba a alimentarse con Él, iba a vivir en Él como Él viviría en ella…

Con todo, se imaginaba que su Jesús le agradecería esa leve y desinteresada caricia. Sabía que no podía ser y que hasta el pensarlo podía ser una culpa y eso la acongojaba y a veces la entristecía.

Un día, la monja portera, que a la siesta disponía de un par de horas libres, vio a Fátima sentada en el patio, donde las demás jugaban, estudiando su lección que no había sabido. Pero vio que el libro descansaba sobre las rodillas y que los lindos ojos de Fátima solamente miraban las nubes, que como barcos de nieve y de plata iban surcando el cielo.

- Si ya has estudiado tu lección, ¿quieres ayudarme en un trabajo que tengo que hacer?

Fátima cerró el libro y se fue con la hermana que la condujo a su habitación, donde sobre las barras chisporroteantes de un anafe se estaban ya calentando unas especies de tenazas de hierro. En una alacena contigua había un plato con cierta pasta semilíquida, semejante a la harina diluida en agua.

- Eso es efectivamente –dijo la hermana contestando a una pregunta de Fátima- agua y harina para hacer el pan ázimo, o sea sin levadura, de las hostias-

- ¡Ah! –exclamó la niña, y su imaginación voló a los campos infinitos.

- ¿En qué piensas?, ¿no quieres ayudarme?

- ¡De mil amores! ¿Cómo puedo ayudarla?

- Soplando el fueguito del brasero lo suficiente para que no se apague, pero que no caliente demasiado mis planchas. Yo soy la encargada de hacer todos los días las hostias para nuestra iglesia. Unas cuantas grandes, con que celebraran misa nuestros padres y alguno que pueda venir de afuera, y muchas pequeñas, suficientes para llenar los cuatro copones destinados a la comunión de los fieles, que aquí vienen muchos y ésa es la gloria de nuestro convento.

Había puesto en manos de Fátima una pantallita y enseñándole cómo debía aventar el fuego, y ella entretanto manipulaba con sus especies de tenazas, entre cuyas dos planchuelas, después de cerciorarse de que no estaban frías, ni tampoco muy calientes, depositaba una cucharada de aquella pasta, la comprimía fuertemente y obtenía una hojuela delgada y blanquísima, que era el pan ázimo, materia de la consagración. Colocadas aquellas hojuelas sobre una mesita bien limpia, con dos sacabocados, uno grande y otro pequeño, cortaba luego las redondelas necesarias.

Fátima halló divertidísimo el manipular las tenazas en el fuego, e impedir que se calentaran demasiado, porque tostaría el pan. Las entregaba  luego a la hermana, que trabajaba con presteza.

- En tres cuartos de hora habremos terminado el trabajo –díjole ella.

- ¿Tiene reloj?

- No lo tengo, ni lo necesito. Vamos a rezar el rosario… ¿Quieres?

- Si, que me gusta.

- Bueno. Cuando hayamos rezado las tres partes del rosario, con letanías y un padrenuestro a San José, habrán transcurrido exactamente tres cuartos de hora, y tendremos hecho la cantidad de hostias que se necesitarán mañana.

Comenzaron a rezar y a amontonarse las redondelas blancas sobre un lienzo bien lavado y planchado.

Fátima miraba enternecida aquellos pedacitos de pan que al siguiente día, por virtud de la consagración del sacerdote, se convertirían en el cuerpo y la sangre de su adorado Jesús. Ahora no eran más que pan y ella podía sin irreverencia tocarlos, contarlos, acomodarlos para que la hermana sacristana llenara sus copones.

Habían rezado ya las tres partes del rosario con el padrenuestro final, y según el cálculo de la portera ya estaban hechas las formas necesarias.

- ¿Te cansaste?

- No hermana… ¿Y ahora que se hace?

- Voy a llevar las hostias a la hermana sacristana.

- ¿Y usted no puede, más bien, traer los copones para que los llenemos aquí?

- Sí, y algunas veces lo hago por aliviar la tarea de la hermana sacristana.

- ¿Por qué no lo hacemos ahora?

- ¡Bueno! Vamos a traer los copones.

Fueron ambas y trajeron las preciosas copas de oro, entre las cuáles Fátima reconoció por su cincelado la del altar mayor, y se apresuró a llenarla, sabiendo que entre esas formas había una que sería para ella.

Este pensamiento fue una iluminación. Ahora podía tocar, podía contar, podía acomodar esos panecitos ázimos. Y también podía besar alguno de ellos, y su divino Jesús, al bajar a la hostia, se encontraría con su beso.

- ¿En qué piensas? – volvió a preguntarle la hermana, viéndola como absorta. Y Fátima respondió resueltamente:

- ¡En nada!

Y era verdad, pues no podía afirmarse que eso que revoloteaba en su cabeza fuese un pensamiento. Pero como no logró espantarlo, él siguió rondándola.

Si la hermana se distrajese un instante, ella podría sacar una hostia de aquel copón, besarla y volverla a su lugar.

Pero la hermana no se distraía, la miraba fijamente, la contemplaba con impertinente curiosidad y hasta comenzó a interrogarla:

- ¡Fátima! ¿Por qué no eres la primera de la clase?...

En ese instante sonó violentamente una campana y la religiosa se dijo en son de reproche:

- Estamos perdiendo el tiempo. Lleva tú esos dos copones; yo llevaré los otros.

Diciendo y haciendo corrió con los suyos y dejó rezagada a Fátima, con el copón del altar mayor y el del altar de San José.

La niña aprovechó ese instante. Tomó delicadamente una de las hostias, la besó y la devolvió al copón, pensando que al día siguiente Jesús, cuando aquella forma se convirtiera en su carne preciosísima, no dejaría de advertir su pobre beso.

Para Fátima ese domingo no fue uno de tantos, porque estaba señalado por su inocente travesura. Se despertó antes del alba y comenzó a contar las horas, hasta que sonó la señal de levantarse.

Fueron todas las niñas a misa y en el momento de la comunión se alinearon delante del comulgatorio. El sacerdote celebrante bajó del altar y comenzó a distribuir el divino manjar que hasta los arcángeles envidian a los hombres.

Fátima aguardaba palpitante. Cuando llegó su turno miró la mano del sacerdote que sostenía entre el pulgar y el índice la hostia que iba a darle, pero en ese momento ocurrió algo increíble: vio que esa hostia se resbalaba y caía adentro del copón y que en su lugar se colocaba otra. Y ésa fue la hostia que el sacerdote le puso sobre la lengua y que ella, arrasada en lágrimas, recibió con punzante emoción.

Estaba cierta de lo que había visto. ¿No había soñado? ¿Por qué, pues, comenzaron a atormentarla extraños escrúpulos?

Esa tarde en la iglesia del colegio, después de la bendición, se arrodilló en el confesionario del padre que había celebrado la misa y se lo refirió todo, casi ahogada por aquel pecado.

- ¿Dices que viste todo eso? ¿O creíste que lo veías?

- ¡No padre! ¡Vi todo eso! No ha sido un sueño porque estaba con los ojos bien abiertos.

- ¿Viste de veras que una hostia caía de los dedos del sacerdote y otra se colocaba en su lugar?

- ¡Sí, sí! Yo vi eso.

El confesor que esa mañana al distribuir la comunión había percibido claramente ese pequeñísimo cambio de las hostias, y que se había dicho a sí mismo que era una alucinación, rarísima en él, al escuchar aquella confirmación por labios de la niña, no atinó a contestar. ¿Podía insistir en que era una alucinación? ¿Podía decirle que era un milagro?

Fátima aguardaba ansiosa aquella palabra de su confesor; la alarmó su silencio y hasta la asustó.

- ¿Es un pecado lo que hice, padre? –preguntó temerosa de ser la causa de ello.

- No, hijita, no.

- ¿Entonces es un milagro lo que he visto?

- No sé qué decirte, hijita, sino que no pienses más en esto y que no te canses de agradecer a tu dulce Jesús lo mucho que te quiere. No voy a darte la absolución porque no te has confesado de culpa alguna. Voy a bendecirte. Después te irás y no hablarás nada a nadie de todo esto.

Derramó la más piadosa de sus bendiciones sobre la cabeza de aquella criatura predilecta de Jesús y la dejó partir.

Esa noche en el refectorio, conversando con los otros sacerdotes, dijo, sin dar explicaciones:

Tengo la seguridad de que volvemos a vivir, como en los tiempos apostólicos, en un ambiente de milagros.

- ¿Por qué lo dice?

- Es una intuición que me llena de esperanzas. No sabría explicarla, ni definirla. Ignoramos casi todos los trabajos de Dios en las mejores almas…

- Y también en las peores –apuntó un viejo sacerdote, que tenía una gran experiencia de confesionario.

- Así es. Estos milagros, que ignoramos en su mayor parte, son como los brotes de la higuera, anunciadores del buen tiempo, motivos de creer que el invierno ha pasado y razones de esperanza, en medio de los malos tiempos que vivimos. Dichosas las almas que reciben mensajes de Dios, aunque no siempre los entiendan.

Al día siguiente la superiora del colegio de Fátima llamó a la madre de su pequeña colegiala y le espetó con no poco desabrimiento:

- Señora, ¿por qué no saca a su niña del colegio?

- ¿Tan insoportable es? –preguntó la interpelada sorprendida.

- Mala, no digo…

- ¿Y entonces?

- Pero es un permanente ejemplo de ociosidad, que escandaliza a las compañeras. No tiene afición ninguna a los estudios. Cuando abre algún libro se queda mirando el cielo azul, las nubes, las estrellas. Es como si las estrellas le hablasen.

- ¿Y no podría ser así?

- No, no puede ser. En las horas de estudio –replicó hoscamente la superiora- no se puede conversar con nadie.

- Bueno, madre, voy a sacarla y yo le enseñaré lo que pueda.

- Esa niña nunca será anda de provecho –remachó la superiora.

- No crea, madre. Juana de Arco sabía menos que ella, ni leer ni escribir. Pero escuchaba a las estrellas… Seguramente usted no la habría querido en su colegio…

- ¡Claro que no! –repuso con displicencia la superiora.

- Y recibía mensajes del cielo que la llevaron a realizar grandes cosas-

La superiora permaneció callada.

- ¿Debo llevármela ahora?

- Sería lo mejor.

Fátima corrió a aprontar su valijita y no tardó en traérsela. Su mamá la aguardaba.

Al despedirse la colegialita, sin sombra de resentimiento, abrazó y besó a la superiora.

La mamá se limitó a tenderle la mano. Al llegar a la puerta, se volvió y le arrojó esta especie de flecha del parto:

- A usted reverenda madre, la pedagogía le ha secado el corazón. Su purgatorio va a ser muy largo: un poquito más corto que el infierno. ¡Adiós!

Buenos Aires, 1962

WAST, Hugo: Autobiografía del hijito que no nació. Bs. As., Theoría, 1994, pp. 79-84.

No hay comentarios:

Publicar un comentario