domingo, 7 de octubre de 2012
LA CONCIENCIA Y LA MORAL por S.S. Pío XII
LA FAMILIA Y LA EDUCACIÓN
1.
La familia es la cuna del nacimiento y del desarrollo de una nueva
vida, la cual, para no perecer, tiene necesidad de cuidados y educación:
tal es el derecho y tal el deber fundamental que Dios impone
inmediatamente a los padres.
La
educación tiene en el orden natural como contenido y finalidad el
desarrollo del niño para que llegue a ser un hombre completo; la
educación cristiana tiene como contenido y finalidad la formación del
nuevo ser humano, renacido por el bautismo, para hacer de él un perfecto
cristiano. Obligación esta, siempre norma y gloria de las familias
cristianas, que está solemnemente prescrita en el canon 1113 del Código
de Derecho Canónico [de 1917], que dice así: Los padres tienen gravísima
obligación de procurar con todo empeño la educación de sus hijos, tanto
la religiosa y la moral como la física y la cívica, y de proveer
también a su bienestar temporal.
2.
Las cuestiones más urgentes que tocan a problema tan vasto han sido
tratadas en diversas ocasiones por nuestros predecesores y por Nos
mismo. Por ello, ahora no intentamos repetir lo que ya ha sido
ampliamente expuesto, sino más bien llamar la atención sobre un elemento
que, aun siendo la base y el apoyo de la educación, especialmente de la
cristiana, a algunos, a primera vista, les parece corno extraño a ella.
Queremos,
pues, hablar de lo que hay de más profundo e intrínseco en el hombre:
su conciencia. A ello nos ha inducido el hecho de que algunas corrientes
del pensamiento moderno comienzan a alterar su concepto y a impugnar su
valor. Por consiguiente, trataremos de la conciencia como objeto de la
educación.
3.
La conciencia es como el núcleo más íntimo y secreto del hombre. Es en
ella donde se refugia con sus facultades espirituales, en soledad
absoluta: solo consigo mismo, o mejor, solo con Dios —de cuya voz es un
eco la conciencia— y consigo mismo. Allí se determina él por el bien o
por el mal; allí escoge él entre el camino de la victoria o el de la
derrota. Aunque lo quisiera alguna vez, el hombre no lograría quitársela
de encima; con ella, ora apruebe o desapruebe, recorrerá todo el camino
de la vida, y con ella también, como verdadero e incorruptible testigo,
se presentará ante el juicio de Dios. La conciencia es, por lo tanto,
para expresarlo con una imagen tan antigua como exacta, un άδυτον, un
santuario, en cuyo umbral todos deben detenerse; todos, hasta el padre y
la madre cuando se trata de un niño. Sólo el sacerdote entra allí como
médico de almas y como ministro del sacramento de la penitencia; no por
ello deja la conciencia de ser un celoso santuario, cuyo secreto Dios
mismo quiere que sea conservado con el sello del más sacro silencio.
¿En qué sentido, pues, se puede hablar de la educación de la conciencia?
4.
Preciso es restablecer algunos conceptos fundamentales de la doctrina
católica para comprender bien que la conciencia puede y debe ser
educada.
El
divino Salvador ha traído al hombre ignorante y débil su verdad y su
gracia: la verdad, para indicarle el camino que conduce a su meta; la
gracia, para conferirle la fuerza de poder alcanzarla.
Recorrer
este camino significa, en la práctica, aceptar la voluntad y los
mandamientos de Cristo y conformar a ellos su vida, esto es, cada uno de
los actos internos y externos, que la libre voluntad humana escoge y
determina. Y ¿cuál es la facultad espiritual que en los casos
particulares señala a la voluntad misma, para que ésta escoja y
determine, los actos que son conformes a la voluntad divina, sino la
conciencia? Esta es, por lo tanto, eco fiel, nítido reflejo de la norma
divina para las acciones humanas. De modo que expresiones como «el
juicio de la conciencia cristiana», o esta otra, «juzgar según la
conciencia cristiana», tienen este sentido: la norma de la decisión
última y personal para una acción moral está tomada de la palabra y de
la voluntad de Cristo. El es, en efecto, el camino, la verdad y la vida,
no sólo para todos los hombres tomados en conjunto, sino para cada uno
(cf. Jn 14, 6): lo es para el hombre adulto, lo es para el niño y para
el joven.
5.
De donde se sigue que formar la conciencia cristiana de un niño o de un
joven consiste, ante todo, en instruir su inteligencia acerca de la
voluntad de Cristo, su ley, su camino, y, además, en cuanto desde fuera
puede hacerse, para introducirla al libre y constante cumplimiento de la
voluntad divina. Este es el deber más alto de la educación.
6.
Mas ¿dónde encontrarán el educador y el educando, concreta, fácil y
ciertamente, la moral cristiana? En la ley del Creador impresa en el
corazón de cada uno (cf. Rom 2,14-16), y en la revelación, es decir, en
el conjunto de las verdades y de los preceptos enseñados por el divino
Maestro. Todo esto —así la ley escrita en el corazón, o ley natural,
como las verdades y los preceptos de la revelación sobrenatural— lo ha
dejado Jesús Redentor, cual tesoro moral de la humanidad, en manos de su
Iglesia, de suerte que ésta lo predique a todas las criaturas, lo
explique y lo transmita, de generación en generación, intacto y libre de
toda contaminación y error.
7.
Contra esta doctrina, nunca impugnada en largos siglos, surgen ahora
dificultades y objeciones que es preciso aclarar. Como en la doctrina
dogmática, también en el ordenamiento moral católico se querría hacer
casi una revisión radical para establecer un nuevo orden de valores.
El
primer paso o, por mejor decir, el primer golpe contra el edificio de
las normas morales cristianas debería ser el separarlas —como se
pretende— de la vigilancia angosta y opresora de la autoridad de la
Iglesia, de suerte que, liberada de las sutilezas sofisticas del método
casuístico, la moral sea de nuevo devuelta a su forma original y
confiada simplemente a la inteligencia y a la determinación de la
conciencia individual.
Todos ven a cuán funestas consecuencias conduciría semejante trastorno de los fundamentos mismos de la educación.
8.
Sin poner de relieve la manifiesta impericia y la falta de madurez en
el juicio de quienes sostienen tales opiniones, conveniente será poner
de manifiesto el vicio capital de esta nueva moral. Al dejar todo
criterio ético a la conciencia individual, celosamente cerrada en sí
misma y convertida en árbitro absoluto de sus determinaciones, esta
teoría, lejos de facilitarle el camino, la apartaría del camino real que
es Cristo.
9.
El divino Redentor ha entregado su Revelación —de la cual forman parte
esencial las obligaciones morales— no ya a cada uno de los hombres, sino
a su Iglesia, a la que ha dado la misión de conducirlos a que abracen
con fidelidad aquel sacro depósito.
E,
igualmente, a la Iglesia misma y no a cada uno de los individuos, fue
prometida la asistencia ordenada a preservar la Revelación de errores y
deformaciones. Sabia providencia también ésta, porque la Iglesia,
organismo viviente, puede así, segura y fácilmente, tanto iluminar y
profundizar aun las verdades morales como aplicarlas, manteniendo
intacta su sustancia, a las variables condiciones de lugares y de
tiempos. Basta pensar, por ejemplo, en la doctrina social de la Iglesia,
que, nacida para responder a nuevas necesidades, en el fondo no es sino
la aplicación de la perenne moral cristiana a las presentes
circunstancias económicas y sociales.
10.
¿Cómo, pues, será posible conciliar la providente disposición del
Salvador, que confió a la Iglesia la tutela del patrimonio moral
cristiano, con esa especie de autonomía individualista de la conciencia?
Esta,
sustraída a su clima natural, no puede producir sino frutos venenosos,
que se reconocerán tan sólo comparándolos con algunas características de
la tradicional conducta y perfección cristiana, cuya excelencia está
probada por las incomparables obras de los santos.
La
nueva moral afirma que la Iglesia, en vez de fomentar la ley de la
libertad humana y del amor, y de insistir en ella como digna actuación
de la vida moral, se apoya, al contrario, casi exclusivamente y con
excesiva rigidez, en la firmeza y en la intransigencia de las leyes
morales cristianas, recurriendo con frecuencia a aquellos «estáis
obligados», «no es lícito», que saben demasiado a una pedantería
envilecedora.
11.
Ahora bien: la Iglesia quiere, en cambio —y lo pone bien de manifiesto
cuando se trata de formar las conciencias—, que el cristiano sea
introducido a las infinitas riquezas de la fe y de la gracia en forma
persuasiva, de suerte que se sienta inclinado a penetrar en ellas
profundamente.
Pero
la Iglesia no puede abstenerse de amonestar a los fieles que estas
riquezas no se pueden adquirir ni conservar sino a costa de concretas
obligaciones morales. Una conducta diversa terminaría por hacer olvidar
un principio predominante, en el cual siempre insistió Jesús, su Señor y
Maestro. El, en efecto, enseñó que para entrar en el reino del cielo no
basta decir Señor, Señor, sino que precisa cumplir la voluntad del
Padre celestial (cf. Mt 7,21).
El
habló de la puerta estrecha y de la vía angosta que conduce a la vida
(cf. Mt 7,13-14), y añadió: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha,
porque yo os digo que muchos intentarán entrar y no lo lograrán (Lc
13.24). El puso como piedra de toque y señal distintiva del amor hacia
sí mismo, Cristo, la observancia de los mandamientos (Jn 14,21-24). Por
ello, al joven rico, que le pregunta, le responde: Si quieres entrar en
la vida, guarda los mandamientos; y a la nueva pregunta: ¿Cuáles?, le
responde: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás
falsos testimonios, honra a tu padre y a tu madre y ama a tu prójimo
como a ti mismo. A quien quiere imitarle le pone como condición que
renuncie a sí mismo y tome su cruz cada día (cf. Lc 9,23). Exige que el
hombre esté dispuesto a dejar por El y por su causa todo cuanto de más
querido tenga, como el padre., la madre, los propios hijos, y hasta el
último bien —la propia vida (cf. Mt 10,37-39)—. Pues añade El: A
vosotros, mis amigos, yo os digo: No temáis a los que matan el cuerpo y
luego ya nada más puedan hacer. Yo os diré a quién habéis de temer:
Temed al que, una vez quitada la vida, tiene poder para echar al
infierno (Lc 12, 4-5).
Así
hablaba Jesucristo, el divino Pedagogo, que sabe ciertamente mejor que
los hombres penetrar en las almas y atraerlas a su amor con las
perfecciones infinitas de su Corazón, lleno de amor y de bondad (Lit. de
sacr. Corde Iesu).
12.
Pero ¿es que predicó de otro modo San Pablo, el Apóstol de las Gentes?
Con su vehemente acento de persuasión, descubriendo el místico atractivo
del mundo sobrenatural, él ha expuesto la grandeza y esplendor de la fe
cristiana, las riquezas, el poder, la bendición, la felicidad que en
ella se encierran, ofreciéndolas a las almas como digno objeto de la
libertad de cristiano y como meta irresistible de los puros impulsos del
amor. Pero no es menos verdad que son igualmente suyas amonestaciones
como ésta: Obrad vuestra salvación con temor y temblor (Flp 2.12) y que
de su misma pluma han salido altos preceptos de moral, destinados a
todos los fieles, sean éstos de una común inteligencia, sean almas de
elevada sensibilidad. Tomando, por consiguiente, como norma estricta las
palabras ele Cristo y las del apóstol, ¿no se debería tal vez decir que
la Iglesia de hoy más bien está inclinada a la condescendencia que a la
severidad? De suerte que la acusación de opresora dureza que la nueva
moral lanza contra la Iglesia, en realidad va a alcanzar, en primer
lugar, a la misma adorable persona de Cristo.
13.
Por todo ello, conscientes del derecho y del deber de la Sede
Apostólica para intervenir, si es necesario, con autoridad en las
cuestiones morales, Nos —en el discurso del 29 de octubre del año
pasado— nos propusimos iluminar las conciencias en lo tocante a los
problemas de la vida conyugal. Y con la misma autoridad declaramos hoy a
los educadores y a la misma juventud: el mandamiento divino de la
pureza de alma y de nuevo vale sin disminución también para la juventud
de hoy. También ella tiene la obligación moral y, con la ayuda de la
gracia, la posibilidad de conservarse pura. Por lo tanto, rechazamos
como errónea la afirmación de quienes consideran inevitables las caídas
en los años de la pubertad, que por ello no merecerían el que se haga
gran caso de ellas, como si no fueran culpas graves, porque
ordinariamente —añaden ellos— la pasión quita la libertad necesaria para
que un acto sea moralmente imputable.
Y,
por lo contrario, norma es obligatoria y prudente que el educador, aun
sin dejar de representar a los jóvenes los nobles méritos de la pureza,
de suerte que les lleve a amarla y a desearla por sí misma, les
inculque, sin embargo, claramente el mandamiento como tal, en toda su
gravedad y seriedad de ordenación divina. Así es como estimulará a los
jóvenes a evitar las ocasiones próximas, les animará en la lucha, cuya
dureza no les ocultará, les incitará a abrazarse valerosamente con los
sacrificios que la virtud exige, y les exhortará a que perseveren y no
caigan en el peligro de dejar las armas ya desde el principio y sucumbir
sin resistencia a los hábitos perversos.
14.
Y más aún que en el terreno de la vida privada, son muchos hoy los que
querrían que la autoridad de la ley moral se excluyera de la vida
pública, económica y social, de la acción de los poderes públicos en lo
interior y en lo exterior, en la paz y en la guerra, como si aquí Dios
nada tuviera que decir, al menos de definitivo.
La
emancipación de las actividades humanas externas, como las ciencias, la
política, el arte, con relación a la moral, a veces es razonada,
filosóficamente, por la autonomía que les corresponde, en su propio
campo, para regirse exclusivamente según sus propias leyes, aunque se
admita que éstas coinciden, de ordinario, con las morales. Y como
ejemplo se aduce el arte, al cual no sólo se le niega toda dependencia,
sino también toda relación con la moral diciendo: el arte sólo es arte y
no moral ni otra cosa, y, por lo tanto, debe regirse tan sólo por las
leyes de la estética, las cuales, por lo demás si son verdaderamente
tales, no se doblegarían a servir a la concupiscencia Y de modo
semejante se razona para la política y la economía, que no tienen
necesidad de tomar consejo de otras ciencias, ni, por lo tanto, de la
ética, sino que, guiadas por sus verdaderas leyes, por ello mismo son
buena: y justas.
15.
Sutil es, como se ve, tal modo de sustraer las conciencias al imperio
de las leyes morales. Cierto es que no se puede negar que tales
autonomías son justas, en cuanto significan el método propio de cada
actividad y los límites que separan sus diversas formas, en teoría; pero
la separación del método no puede significar que el científico, el
artista, el político se hallen libres de preocupaciones morales, en el
ejercicio de sus actividades, singularmente cuando éstas tienen
inmediatos reflejos en el dominio de la ética, como el arte, la
política, la economía. La separación neta y teórica no tiene sentido en
la vida, que es siempre una síntesis, porque el sujeto único de toda
clase de actividad es el mismo hombre, cuyos actos libres y conscientes
no pueden rehuir la valoración moral. Si se continúa observando el
problema con mirada amplia y práctica, que falta a veces aun a los más
insignes filósofos, tales distinciones y autonomías son encaminadas por
la naturaleza humana decaída a representar como leyes del arte, de la
política o de la economía aquello que, en cambio, resulta cómodo a la
concupiscencia, al egoísmo y a la codicia. Así es como la autonomía
teórica con relación a la moral se convierte en una rebelión práctica
contra la moral, y se rompe también aquella armonía inherente a las
ciencias y a las artes, que los filósofos de aquella escuela comprueban
claramente, pero que llaman casual, cuando, por lo contrario, es
esencial si se considera por relación al sujeto, que es el hombre, y a
su Creador, que es Dios.
16.
Por esto, nuestros predecesores y Nos mismo, en el trastorno de la
guerra y en las perturbadas alternativas de la posguerra, jamás hemos
cesado de insistir en el principio de que el orden querido por Dios
abraza la vida entera, sin excluir la vida pública en cada una de sus
manifestaciones, persuadidos de que en esto no hay restricción alguna
para la verdadera libertad humana ni intromisión alguna en la
competencia del Estado, sino una seguridad contra errores y abusos,
contra los cuales puede proteger la moral cristiana, rectamente
aplicada. Estas verdades han de ser enseñadas a los jóvenes e inculcadas
en sus conciencias por quienes, en la familia o en la escuela, tienen
la obligación de cuidar de su educación, sembrando así la semilla de un
porvenir mejor.
17.
He aquí todo cuanto queríamos deciros, amados hijos e hijas que nos
escucháis, y al decíroslo no hemos ocultado la angustia que nos oprime
el corazón por este formidable problema, que se refiere así al presente y
al porvenir del mundo como al eterno destino de muchas almas. ¡Cuánto
consuelo nos daría la certeza de que vosotros compartís nuestra angustia
por la educación cristiana de la juventud! Educad las conciencias de
vuestros hijos con cuidado tenaz y perseverante. Educadlas en el temor y
en el amor de Dios. Educadlas en la veracidad. Pero sed veraces primero
vosotros mismos, y desterrad de la obra educativa todo cuanto no es
claro ni verdadero. Imprimid en las conciencias de los jóvenes el
genuino concepto de la libertad, de la verdadera libertad, digna y
propia de una criatura hecha a imagen de Dios. Es cosa muy distinta de
la disolución y el desenfreno; es, en cambio, una probada capacidad para
el bien; es aquel resolverse por sí misma a quererlo y a cumplirlo (cf.
Gál 5,13); es el dominio sobre las propias facultades, sobre los
instintos, sobre los acontecimientos. Enseñadles a orar y a beber en las
fuentes de la penitencia y de la santísima eucaristía lo que la
naturaleza no les puede dar: la fuerza de no caer, la fuerza para
levantarse. Que ya desde jóvenes, sientan que sin la ayuda de estas
energías sobrenaturales no conseguirán ser ni buenos cristianos, ni
simplemente hombres honestos, a quienes esté reservado un sereno vivir. Y
así preparados, podrán aspirar igualmente a lo mejor, esto es, podrán
darse a aquel gran empleo de sí mismos, cuyo cumplimiento será su honor:
realizar a Cristo en su vida.
18.
Para conseguir este objeto, Nos exhortamos a todos nuestros amados
hijos e hijas de la gran familia humana a que estén entre sí
estrechamente unidos: unidos para la defensa de la verdad, para la
difusión del reino de Cristo sobre la tierra. Destiérrese toda división,
quítese toda disensión, sacrifíquese generosamente —cueste lo que
cueste— a este bien superior, a este ideal supremo, toda mira
particular, toda preferencia subjetiva; si mal deseo os sugiere otra
cosa, vuestra conciencia cristiana venza toda prueba, de suerte que el
enemigo de Dios entre vosotros, de vosotros no se ría (Dante, Par.
5,78.81). Que el vigor de la sana educación se revele por su fecundidad
en todos los pueblos, que se angustian por el porvenir de su juventud.
PÍO XII. LA FAMILIA. RADIOMENSAJE SOBRE LA CONCIENCIA Y LA MORAL. 23 de marzo de 1952.
Tomado de Catolicidad.blogspot.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario